La incidencia de los megaproyectos sobre el desarrollo humano en Colombia se inscribe en torno a dos lógicas predominantes: la de la oportunidad o la de la adversidad. Promover proyectos de inversión a gran escala parece no ofrecer más alternativas a las regiones que fomentar su crecimiento y desarrollo o perpetuar su condición de atraso.
La primera opción implica que los megaproyectos de minería y los proyectos de agrocombustibles tengan la posibilidad de transformar la vida de los pobladores rurales ofreciéndoles alternativas reales para agenciar su propio desarrollo, mejorar su calidad de vida, alentar la búsqueda de sus libertades y optar por un futuro más prometedor.
La segunda significa condenar la población rural a la pobreza, el desplazamiento, el abandono de sus propiedades, la destrucción del capital social y socavar su capacidad para erigir nuevas realidades rurales. En suma, a profundizar la vulnerabilidad de la sociedad rural.
El concepto de megaproyectos está asociado a la escala o magnitud de los proyectos de inversión productiva que se establecen en el territorio y a los impactos potenciales de estos sobre la sociedad, la economía y el medio ambiente. Diverge de la noción de macroproyectos en que estos últimos son parte de las iniciativas promovidas por el Gobierno colombiano para impulsar proyectos de urbanización de gran magnitud, en diferentes lugares del territorio nacional, sin necesidad de acudir a la consulta previa con las administraciones locales (ver recuadro El nacimiento de los macroproyectos).
El ingreso de los megaproyectos a los territorios no solo introduce el dilema clásico entre la consolidación del desarrollo y el riesgo de socavar la sostenibilidad de las sociedades rurales y el medio ambiente; también puede exacerbar las expectativas y codicia de los grupos armados ilegales que intentan maximizar la captura potencial de recursos y rentas. El establecimiento de megaproyectos y grandes iniciativas de inversión desencadena dinámicas regionales perversas asociadas con el desplazamiento de población rural y la extracción acelerada de rentas, tanto de los inversionistas públicos y privados, como de aquellos actores ilegales que hacen presencia en el territorio.
La minería es uno de los sectores más dinámicos de la economía colombiana. Durante la última década, aumentó su contribución a la actividad productiva y su dinámica contrastó con el bajo desempeño de la agricultura y la moderada participación de los hidrocarburos. El grueso de los flujos de inversión extranjera directa se ha orientado al sector minero (representó el 42% del total de inversión foránea que arribó al país en 2009) y se prevé que, en el corto plazo, la actividad atraiga mayores recursos de capital extranjero.
Según afirmó el actual Ministro de Minas y Energía en un reciente foro sobre el sector, “Colombia es un país minero”, al hacer referencia al potencial carbonífero que entraña el subsuelo colombiano y que no se compara con yacimiento alguno en la región. A pesar de ser una buena noticia para el país, el excesivo entusiasmo debe tomarse con mucha cautela. Los riesgos que se ciernen sobre el desarrollo humano rural y el medio ambiente por la explotación de recursos naturales no renovables pueden ser elevados y acarrear daños irreparables a la sociedad rural.
Los impactos
Un primer impacto del boom minero es el ingreso de recursos externos, que puede ocasionar una apreciación real del peso y la concentración de los recursos productivos en el sector minero, en detrimento de otras actividades que generan valor agregado, como la agropecuaria e industrial. Este fenómeno, conocido como ‘enfermedad holandesa’, puede deteriorar la plataforma productiva nacional y reducir los niveles de bienestar de la sociedad colombiana. El Estado también debe garantizar la distribución eficiente de los recursos provenientes del auge minero, al evitar dilapidarlos en épocas de bonanza para usarlos en reactivar la economía en tiempos de crisis.
Un segundo efecto perverso es la amenaza que representa la masiva expedición de licencias y títulos mineros sobre los ecosistemas estratégicos y las áreas de protección ambiental del país. Entre 2004 y 2009, el Ministerio de Minas otorgó 5.010 títulos mineros (un incremento entre estos dos años de 175,6%) y tramitó 11.475 solicitudes en toda la geografía nacional, según Ingeominas. Para 2009, los títulos asignados ascendieron a 7.862 y el número de solicitudes a 12.924, mientras la superficie que se dio en concesión rebasó las 4,4 millones de hectáreas, área superior a las extensiones dedicadas a la actividad agrícola del país. La asignación indiscriminada de licencias de exploración y explotación a privados, empresas nacionales y extranjeras, ha sido producto de un afán desmedido por acumular propiedades e intervenir el subsuelo con el anhelo de hallar fortuna en el corto plazo.
Los páramos, nacimientos de agua, cuencas de ríos, áreas de protección natural y biodiversidad están expuestos a un grave riesgo debido a la explotación de metales preciosos, materiales para construcción y carbón. La destrucción de complejos montañosos y el vertimiento de metales pesados tóxicos, como el mercurio, el derroche de recursos hídricos que se requieren para desarrollar la explotación, así como el uso generalizado del cianuro para facilitar la extracción del oro, pero con serias consecuencias en la salud pública, son impactos que difícilmente se logran reparar.
Entre los casos más sonados sobre explotación minera con graves impactos ambientales y sociales se encuentran la explotación de oro de La Colosa, en Cajamarca, Tolima, en la que el Gobierno nacional estima que existen reservas indicadas y medidas de 12,5 millones de onzas; el proyecto minero de Angostura, en Santander, que puede afectar áreas importante del páramo de Santurbán y en el cual se calculan depósitos por 8,5 millones de onzas, y los yacimientos de carbón en el municipio de la Jagua de Ibérico, Cesar, explotación que ha ocasionado una dramática situación social y de contaminación ambiental.
Es decir, Colombia se está embarcando en un negocio que plantea serios interrogantes. Este consiste en sacrificar los recursos naturales más estratégicos y determinantes para su sostenibilidad futura por el auge de las ganancias ocasionales que producirá la minería. Tal boom puede resultar efímero, pero con elevados costos para la sociedad rural, además de contribuir a agudizar la presión sobre la tierra y el conflicto por usos del suelo y territorios debido a la elevada demanda de propiedades que requerirán las actividades de exploración y extracción.
Las explotaciones ilegales también han causado un impacto ambiental significativo que se ha manifestado en la destrucción de fauna, flora, biodiversidad y capital natural de las áreas rurales.
Uno de los ejemplos más palpables es la extracción de oro en el río Dagua, en el corregimiento de Zaragoza, Buenaventura. Los daños generados producto de las excavaciones han modificado el cauce del río, con aumento del riesgo por deslizamientos y desbordamientos. Las comunidades se encuentran habitando en viviendas precarias y la explotación ilegal del metal ha originado contaminación con mercurio de la fauna marina de la bahía de Buenaventura, entre otras consecuencias.
Aunque la autoridad ambiental actual ha adoptado medidas para cerrar 48 minas ilegales a lo largo del país, ello no ha dejado de despertar la codicia de los actores armados ilegales, quienes intentan diversificar el financiamiento de sus actividades a través de la extracción ilegal de metales preciosos.
La minería vulnera los derechos de la población rural cuando no se cumplen los procesos de consulta previa. Estos deben ser requisitos indispensables para la aprobación y realización de proyectos a gran escala, iniciativas y actos administrativos que se desarrollen en territorios legalmente constituidos o con repercusiones sobre las comunidades indígenas o afrodescendientes. Y más si se tiene en cuenta que el Decreto 1320 de 1998 reglamentó la consulta previa con estas comunidades con el ánimo de regular la explotación de recursos naturales en su territorio.
El Estado debe estar en capacidad de defender los derechos de las minorías étnicas y de la población rural para decidir sobre la conveniencia de la intervención de megaproyectos en sus tierras. El gran desafío consiste en avanzar y consolidar una reglamentación que defina de manera adecuada los parámetros requeridos para el desarrollo de los procesos de consulta previa, con base en la jurisprudencia que existe.
Otras iniciativas productivas
Otro panorama preocupante en materia de grandes proyectos productivos son las plantaciones de palma de aceite. Los cultivos de palma no responden necesariamente a la categoría de megaproyectos debido a que buena parte de ellos son iniciativas de carácter privado, cuyo impacto es importante en el territorio, pero no tan significativo como el que origina la minería.
En 2009, Colombia contaba con más de 360.000 hectáreas cultivadas de palma. La palma es una planta de tardío rendimiento que requiere de grandes extensiones para ser productiva, pero no se puede afirmar categóricamente que tienda a concentrar la propiedad rural.
El equipo del INDH cotejó, para 2007, las áreas sembradas y los índices de concentración de la propiedad rural (tierras y propietarios) y halló que pese a que existe una relación positiva entre las dos variables, esta asociación es débil y poco significativa estadísticamente.
Si bien existen conflictos entre empresarios que ocuparon de manera ilegal territorios de propiedad colectiva, las plantaciones ilegales son ‘la cima de iceberg’ que oculta disputas por recursos, dominio territorial y poder local de diferentes actores legales e ilegales. No obstante, la presión sobre la propiedad rural puede acentuarse si la apuesta por la palma implica aumentar el número de extensiones sembradas, como en algunas regiones está ocurriendo.
Hoy el Estado y la sociedad colombiana se enfrentan a un desafío inmenso que no es fácil de advertir. Lo mismo que el síndrome de la guaquería –que afecta a los mineros que buscan ‘un corte que pinte’ o un golpe de suerte cuando se hallan frente a un depósito de esmeraldas–, esta situación parece obnubilar la mirada en el inmediato futuro y en el mediano plazo, confiados en que el país se encuentra situado sobre una veta inagotable de recursos naturales.
Colombia debe actuar con mucha cautela y prudencia. La minería es un arma de doble filo para la sociedad rural. Se puede constituir en una fuente de riqueza y bienestar para los pobladores rurales si se cuenta con una institucionalidad adecuada que regule la extracción y el flujo de ingresos que esta actividad producirá. Pero inherentes al desarrollo de la minería también son los elevados costos sociales y ambientales. Costos que pueden terminar por sacrificar y comprometer los recursos estratégicos y las posibilidades de supervivencia de las futuras generaciones. La apuesta no es sencilla.
Recuadro: El nacimiento de los macroproyectos
Los macroproyectos se promovieron a través de la Ley 1151 de 2007, la misma que expidió el plan nacional de desarrollo 2006-2010. En su artículo 79 se determinó que el Gobierno nacional definiría la formulación, financiación y ejecución de los macroproyectos de interés social nacional. Sin embargo, en marzo de 2010, la Corte Constitucional lo declaró inexequible los macroproyectos de interés social nacional debido a que no se reconocían los municipios como entidades territoriales con derecho y discrecionalidad para decidir cómo utilizar los espacios geográficos que dichos macroproyectos estaban ocupando.
El artículo 79, según la Corte, excedió sus alcances al no tener en cuenta las determinaciones de los Gobiernos municipales.
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Amparo Díaz Uribe
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